Encendemos la tele, abrimos nuestras redes sociales o el periódico del día y podemos ver estremecedoras noticias de guerras, asesinatos y violencia desatada.
Es tanto y tan doloroso que es difícil de procesar, quizás por eso no pensamos en su origen. Cuesta cuestionarse si nosotros, como humanos, somos una especie violenta de manera natural, dónde comienza esta tendencia y si nos damos cuenta de cuando cada uno de nosotros somos violentos. Como terapeuta no deja de sorprenderme cuando una persona tras otra relata episodios claramente violentos sin siquiera inmutarse. Lo habitual es que le quiten importancia, lo cuentan como una anécdota curiosa que permanece en su memoria, a veces incluso como una gracia que sale de pronto y a veces les hace sentir mal sin entender muy bien el porqué ¡si no es para tanto!
¿Somos violentos de forma natural? ¿Es algo aprendido? ¿Es una defensa necesaria?
Como sociedad hemos normalizado la violencia, y no hablo de las escenas morbosas de las que podemos disfrutar en la televisión. Me estoy refiriendo a la violencia del día a día, a esa que de tan habitual ya ni vemos, a esa que nos han dicho que no debería de doler, que son cosas de la vida. Lo que pasa es que la vida que tenemos es extremadamente mejorable, y no son cosas “de la vida” si no de los humanos que no nos tomamos el tiempo de mirarnos a nosotros mismos, de sentir, de tomar decisiones nuevas o de preguntarnos si todo lo que nos han dicho hasta ahora es o no verdad, si nos restringe o nos expande.
Lo que muchos autores como Michel Odent, Laura Gutman o Alice Miller explican en sus libros desde hace décadas, ahora lo confirman los neurólogos.
Necesitamos ver dolores que sentíamos, pero de los que no nos permitíamos ser conscientes. Toca dar atención a lo no atendido, es la única forma de comenzar a sanar.
La mayor violencia es la pequeña violencia y es el origen de todo lo que viene luego, de eso que sí sale en los medios. Y ¿en qué consiste esa violencia silenciada y pasada por alto? Mucha de ella está en la infancia, en nuestros primeros años en este planeta cuando quizás nuestra familia no se daba cuenta de las dimensiones de sus actos (porque tampoco ven como se dañan a sí mismos habitualmente).
Hay violencia cuando alguien nos obliga a que nos terminemos el plato tengamos o no hambre (enseñándonos así a no escuchar la sabiduría ancestral de nuestro cuerpo); cuando nos hacen correr al colegio mientras nos gritan «¿Quieres darte prisa? ¡Llegaremos tarde!»; cuando nuestros padres nos convierten en cómplices de sus infidelidades; cuando nos hacen tomar decisiones que no son propias de nuestra edad («hace frío, tú decides si te pones o no el abrigo”, para unos días después poder decir “ves, ya estás resfriado, ¡te lo dije!”); cuando nos dejan en casa de alguien o en el colegio sin explicarnos lo que pasa, cuándo van a volver y si allí estamos seguros; cuando nos ocultan nuestra procedencia o la identidad de nuestros progenitores; cuando nos ponen motes familiares que todos encuentran muy divertidos y a nosotros nos duelen; cuando nos tratan como a idiotas por no entender conceptos que es imposible que comprendamos por nuestra edad (“Mañana es mañana ¿qué parte no entiendes?”, hasta que el cerebro no tiene unos años para los niños todo es presente, el futuro no existe); cuando asumen que somos pequeños y, por tanto, no nos enteramos de lo que pasa (algo que da mucha libertad para ejercer violencia sutil y evita que los mayores se vean a sí mismos como personas dañadas que a su vez dañan); cuando nos dan responsabilidades de adultos (cuidar de nuestros hermanos pequeños cuando somos todavía niños, es algo que deben de hacer los padres no los hijos); cuando generan competencia con nuestros hermanos convirtiendo a unos en “favoritos” y a otros en otros “celosos”, en lugar de apreciar a cada uno por lo que es y enseñarnos a cooperar; cuando nos comparan con algún antepasado de forma recurrente olvidando nuestra identidad única; cuando nos dicen a todo «eso no se hace», «eso no se dice», «eso no se come» y además no nos ofrecen opciones aceptables; cuando queremos vestir como un chico y nos ponen un vestidito, cuando queremos vestir como una chica y nos obligan a parecer lo que no somos; cuando regalan a nuestro compañero animal a otra persona sin escuchar ni dar importancia a nuestro dolor; cuando no nos dejan llorar porque eso es cosa de niñas y personas débiles; cuando los mayores niegan las consecuencias que sus actos tienen en nosotros; cuando nos obligan a estar quietos y «ser buenos” (siendo demasiado pequeños y queriendo ser niños que se mueven y conocen el mundo); cuando se olvidan de venir a recogernos al colegio; cuando nos aíslan; cuando nos dicen que somos demasiado mayores para jugar; cuando nuestros padres compiten con nosotros por nuestro atractivo físico, inteligencia o, al crecer, por los logros conseguidos en la vida; cuando un padre nos hace mentir al otro; cuando nos tocan y nos pasan de mano en mano como si nuestro cuerpo no nos perteneciera y fuera un objeto de uso público; cuando nos obligan a ser “fuertes” (desconectándonos de lo que sentimos de verdad); cuando evitan que expresemos nuestra sexualidad o nos meten creencias del tipo «todas las mujeres son unas guarras, no hay nadie como tu madre y tus hermanas» o «todos los hombres abandonan y maltratan»; cuando no somos abrazados o, sencillamente, tocados amorosamente; cuando no nos miran; cuando nos disfrazan o nos hacen cantar y bailar para la diversión de los mayores sin preguntar lo que nos apetece; cuando nos niegan nuestra pertenencia a la familia abandonándonos; cuando nos llevan a terapia sin preguntarse antes qué pasa con ellos en casa y qué tipo de entorno nos están proporcionando; cuando nos etiquetan; cuando coartan nuestras percepciones con un «eso son chorradas»; cuando nos machacan de manera sistemática diciéndonos que hacemos todo mal, que los mayores siempre tienen razón y castigan nuestra resistencia; cuando no nos escuchan; cuando nos obligan a dejar nuestros juguetes (y ellos no prestarían los suyos, véase el móvil, ni a su madre); cuando nos dicen que lo que sentimos no es correcto (“no puedes odiar a mamá”, “eso no es para llorar”, “no te has hecho tanto daño”); cuando nos obligan a guardar dolorosos secretos para mantener la imagen de «familia perfecta»; cuando nos desprecian por ser como somos; cuando nos hacen todo convirtiéndonos en inútiles (“ya te hago yo la cama, los deberes y te defiendo de tus compañeros de clase”); cuando nos chantajean (“si haces eso papá se va a poner muy triste”, «no me dejes de querer nunca o me moriré», “el día que te vayas de casa no voy a poder soportarlo”); cuando al crecer nos impiden ser independientes y tomar nuestras decisiones (“esto te pasa por no hacer caso a tus padres”, “ya te dije que esa persona no era para ti”, “si te quedas en casa no te falta de nada y lo tienes todo hecho”); cuando no podemos desarrollar nuestros talentos; cuando en casa no se nos permite tener nuestras propias creencias espirituales, gustos y tendencias políticas; cada vez que nos hacen daño y luego actúan como si no hubiera pasado nada; cuando nos obligan a ser felices («si tú no eres feliz, yo tampoco podré serlo», “no llores, no puedo soportarlo”, “tú no puedes estar triste mi niño”); cuando nos preguntan si queremos más a mamá o a papá (como si no pudiéramos amar a cada uno a su manera y no entrar en competencias, y sabiendo que respondamos lo que respondamos estará mal); cuando nos dicen que como nuestra familia no nos va querer nadie (reduciendo nuestra red social, que es lo que nos puede sostener emocionalmente en incontables ocasiones); cuando nos castigan con su silencio cuando no hacemos o decimos lo que los mayores quieren (haciéndonos sentir el dolor de la desconexión que es uno de los grandes terrores infantiles), etc.
Toda esta violencia normalizada genera entornos hostiles en los que solo puede crecer gente a la defensiva, domesticada o que se olvida de sí misma y se evade a otro lugar mental. Son actos diarios que van más allá de lo físico, que dañan profundamente ¡y de los que no se habla lo suficiente! Comentarlos, reconocerlos, recordarlos, aceptar que ocurrieron y nos dañaron es el primer paso para liberarnos de sus consecuencias.