Obedecer se relaciona con la sumisión. No implica tener pensamiento crítico, introducir mejoras o evaluar la información para tomar la mejor decisión.
Obedecer implica una jerarquía en la que tú, como hija o hijo, sigues en un estado de niña o niño hasta que tus padres mueran. Y probablemente después también porque no tienes ni idea de lo que es comportarte como un adulto. Eso pasa porque pensar de manera independiente o decir lo que piensas o necesitas, de múltiples maneras, te ha sido prohibido.
Así son muchas las personas que llegan a los cincuenta o setenta años inseguras, vacías y dependientes. Sin saber poner límites, enfocarse en sus objetivos o comunicar lo que pasa en su interior. No saben porque es algo que nadie les ha enseñado, de hecho se les ha premiado cuando no lo hacían.
En nuestra infancia obedecer tiene su lógica. Nuestra madre y nuestro padre intentan enseñarnos cómo hacen ellos las cosas para asegurar nuestra supervivencia. Asumen que lo que a ellos les ha ido bien, debería de servir también para nosotras. Es su manera de protegernos, de reducir nuestro sufrimiento, de asegurarse de que pertenecemos al clan siguiendo sus normas. La pertenencia da seguridad y el hacer lo que siempre se ha hecho también nos aleja de los riesgos.
De ahí que en toda familia existan patrones inconscientes que pasan de generación en generación y que dictan lo correcto e incorrecto. Un patrón puede ser que las madres sean mujeres sacrificadas que nunca miran por ellas, otro puede ser negar parte de nuestra sexualidad o que los hombres sean los que aporten el mayor salario al hogar. Inconsciente implica que nunca ha sido reevaluado, que se toman como si fueran verdades que hay que seguir y, además, suelen estar asociados a un miedo o culpa o vergüenza si no cumplimos con lo que se espera de nosotras o nosotros.
¿Y si le digo a mi familia lo que de verdad deseo o dejo de hacer lo que ellos quieren o piensan que está bien?
Salirse de un patrón duele, cuesta su tiempo (a veces incluso años) y nos aterroriza. ¿Qué pasará si hablo de algo de lo que está prohibido? ¿Si miro por mí y no hago lo que me dicen? ¿Y si le digo a mi familia lo que de verdad deseo o dejo de hacer lo que ellos quieren o piensan que está bien? Plantearnos siquiera el hacerlo nos hace sentir un nudo en la garganta o en el estómago, creemos que es imposible, nos preguntamos quiénes somos para “hacer sufrir a nuestra familia”. Y así perpetuamos silencios, formas de pensar y actuar que nos dañan profundamente.
¿Cómo superar los patrones impuestos? Lo primero dándonos cuenta de que los estamos repitiendo ¡y no es fácil verlo! Consideramos “normal” lo que nuestra familia hace, así que lo copiamos. Es como cuando nos independizamos, empezamos a vivir solas y sentimos que ya somos capaces de tomar nuestras propias decisiones, pero cuando vamos al súper compramos la misma marca de salsa de tomate que nuestra madre. ¿Puede que haya otra que nos guste más y nos siente mejor? Sí, pero no lo sabemos porque ni nos lo planteamos. Ver los patrones viene a ser algo más difícil que cambiar de salsa de tomate, pero en ambos casos el primer paso es pararnos y preguntarnos: ¿esto es lo que yo elegiría?, ¿es lo mejor para mí? Y, en el caso de un patrón, ¿esta idea me hace sentirme más grande o más pequeña?
Desobedecer a nuestra madre y nuestro padre no debería de ser visto como una falta de respeto o amor, si no como un síntoma de que el clan se supera a sí mismo, que busca hacer las cosas mejor, que hay un deseo de liberación de viejas estructuras para tomar otras más abiertas y flexibles (por tanto, más sanas).
Que en la infancia mamá y papá tomen decisiones por nosotros es normal. Tienen más experiencia, nos están cuidando y poseen una visión más amplia. Que nos digan la manera de comportarnos, quién es o no una buena pareja para nosotros, cómo vestir o hablar a los treinta o cuarenta años no tiene sentido alguno. Pero pasa, y mucho.
En estructuras familiares sanas las madres y los padres serían abiertos, flexibles, sabrían escuchar y no harían perdurar secretos (como abusos sexuales, robos, abortos, enfermedades mentales, infidelidades…). Mostrarían curiosidad sobre las personas a las que han traído al mundo y hablarían con ellos con tanto respeto como dedicarían a cualquier otro adulto. De hecho, intentarían actualizarse en la medida de lo posible a través de la siguiente generación. Porque por supuesto que nuestros ancestros tienen mucho que enseñarnos, pero nuestro deber no es seguir su estela, es superarla.
Leer, hablar con amigos, hacer formaciones para conocerte e ir a terapia ayuda tremendamente a descubrir quiénes somos de verdad sin lo que nos han dicho que era correcto ser. Es un camino de toda una vida, así que no vamos a descubrir todo de golpe, lo importante es permanecer permeables, dúctiles y con ganas de mirar profundamente en nosotras. Solo podremos sentirnos realmente bien en nuestra piel si manifestamos quienes somos y descubrirlo es un proceso.
Una vez decidimos romper un patrón familiar, ten por seguro que es poco probable que tus mayores lo lleven bien. Pueden verlo como una falta de respeto, una traición o juzgarte como una mala hija o un mal hijo. Quiero pensar que es su forma de protegernos y protegerse, que en realidad, en lo profundo sí que desean que la siguiente generación sea más atrevida de lo que fueron ellos.
En palabras de Adam Grant: “Demasiadas personas pasan su vida siendo descendientes obedientes en lugar de buenos ancestros. La responsabilidad de cada generación no es complacer a sus predecesores. Es mejorar las cosas para su descendencia. Más importante que hacer que tus padres se sientan orgullosos de ti, es hacer que se sientan así tus hijos”.
2 comentarios en “Desobedecerás a tu padre y a tu madre”
Revelador. Gracias Raquel por esta reflexión tan necesaria y tan real.
Gracias a ti Camino por tu comentario, te mando un abrazo