De pequeña a mí también me dijeron que tenía que ser fuerte. Nada de ser ñoña o quejarme. Prohibido expresar emociones que incomoden.
Deduzco que nos lo debieron de decir a la mayoría porque lo escucho como frase recurrente en clientes y amigos: “tengo que ser más fuerte”, “antes estas cosas no me afectaban tanto, era más fuerte”, “siempre he sido muy fuerte”, “mi madre es fuerte, ahora no sé qué le pasa”…
Antes lo consideraba “normal”, ahora cada vez más siento tristeza y rabia al escucharlo.
Me parece que eso de ser fuertes no nos sienta nada bien, va a ser mejor que dejemos de serlo. De pronto no nos convertiremos en seres flojos que suplican ayuda, cariñitos o atención indiscriminadamente, no seamos extremistas.
Cada vez que hacemos como que no pasa nada, cuando sí que pasa, por dentro generamos un bloqueo. Imaginemos la ira como una ola gigante que nace de nuestro interior, mientras otra parte de nosotros se dedica a construir un muro para contenerla. O la tristeza como un pozo al que no vemos salida mientras fingimos estar fuera. ¿Alguien se siente bien haciendo esto? Lo dudo mucho. Es un mecanismo que de tanto dividirnos (la parte que siente y la que se niega a sentir) y bloquear nos va robando la energía hasta que llega un momento, quizás incluso después de años, en el que no podemos aguantar más y estallamos violentamente, caemos en una depresión o tenemos ataques de ansiedad. Todo ello es el resultado de “ser fuertes”, que viene a ser invertir nuestros recursos internos en negarnos en lugar de en aceptarnos.
Ese momento en el que nos quedamos sin más fuerza para contener lo que sentimos puede ser nuestra gran oportunidad de crecer. Una ocasión perfecta para rendirse, sentir, aceptar y normalizar lo que pasa dentro de ti.
Somos seres humanos y como tales lo normal es que sintamos alegría, ira, paz, angustia, amor, deseo, tristeza y todo un catálogo de emociones que nos dan información sobre lo que pasa en nuestro interior. Abandonemos ya ese concepto de emociones positivas (tranquilidad, felicidad, alegría…) y emociones negativas (enfado, pena, miedo…). Las emociones son emociones y punto. Aceptarlas sin juzgarlas significa abrirnos a su información, integrarla en nosotros y poder soltarlas. Si negamos su mensaje nos quedamos enganchadas.
Hace años escuché un cuento que viene muy al caso. Había dos monjes que iban hacia su monasterio, en el camino había que cruzar un río y en la orilla encontraron una mujer. Ella les pidió ayuda para cruzarlo, ya que el agua bajaba muy fuerte y temía no poder sola. El monje más joven, sabiendo que para ellos estaba prohibido tocar a cualquier mujer, se negó. El más mayor cargó a la mujer y cruzó con ella. Los monjes siguieron andando callados durante mucho rato, cuando estaban a poco de llegar al monasterio el joven explotó con un “¡lo voy a contar todo! ¡sabías que estaba prohibido!”, a lo que el mayor contestó perplejo: “¿de qué me estás hablando?”. Cuando le dijo que se refería a la mujer y a que la había llevado en brazos, él sonrió diciendo: “es cierto que yo la he llevado al cruzar el río y allí la dejé. Mientras tú la has traído contigo todo el camino”.
Aceptar lo que se siente requiere coraje y honestidad.”
Con las emociones pasa lo mismo. Para ser capaces de soltarlas primero tenemos que atrevernos a vivirlas. Un buen primer paso es no intentar racionalizarlas. Olvídate de analizarlas y de juzgar si son o no “adecuadas”. Si lo has sentido ¡es adecuado! Hemos oído tanto eso de “pienso, luego existo” que nos lo hemos terminado por creer. Y es que no, no somos seres racionales. Somos seres emocionales y sociales. El mes pasado leí que la ciencia ya lo ha demostrado. Según los últimos descubrimientos la mayoría de las decisiones las tomamos con la parte emocional de nuestro cerebro y, según la cantidad de placer o dolor que eso nos provoca, inventamos razones para justificar nuestras decisiones. Así que paso uno: nada de racionalizar, solo sentir.
El siguiente sería identificar el mensaje que la emoción tiene para ti. Te doy unas pistas. Si estás triste puede ser un buen momento para reevaluar tu vida, mirar muy dentro y escuchar lo que realmente te hace feliz. Cuando lo que sientes es ira observa qué la ha provocado y, sobre todo, mira qué puedes hacer tú. Siempre puedes hacer algo por pequeño que sea. La ira te da energía para actuar, lo bueno sería actuar de forma consciente sin tener salidas rápidas de las que luego nos arrepintamos. Mira qué te apetece o no te apetece con cada emoción, dónde la sientes en el cuerpo, en qué momento de tu vida la has sentido antes, si esta situación te recuerda a otra anterior… Todas estas preguntas te ayudarán a comprenderte mucho mejor.
Una vez tomado el mensaje hay maneras de trascender lo que sientes. Puedes escribirlo, es muy terapéutico. Ayuda a ordenar tus ideas y te da nuevos puntos de vista. También es muy saludable hablar de ello con alguien de tu confianza que sepa escuchar. En este caso mejor una de esas personas que te dejan explayarte sin interrumpir y si al final quieren dar algún buen consejo, estupendo. Siempre que no pretendan que lo sigas, antes tienes que mirar dentro de ti y ver qué te mueve.
Aceptar lo que se siente requiere coraje y honestidad. Integrarlo da una fuerza interna real no basada en la negación ni en un bloqueo. Cuando nos escuchamos y actuamos en consecuencia encontramos nuestro centro, sabemos que estamos en el camino. La fortaleza que da esa experiencia nos permite ser vulnerables sin sentirnos débiles, ser humanos sin juzgarnos, dejar de fingir para definitivamente SER.
Artículo publicado originalmente en el blog de Pablo Arribas «El Universo de lo sencillo», el 14 de junio de 2016. ¡Gracias por hacerme hueco en tu Universo, Pablo!